lunes, 5 de marzo de 2007

Teoría de la felicidad

"Deberías irte para la cama", me dices, mientras continúas planchando las cuatro lavadoras que pusiste en dos días y secaste encima de los radiadores a toda prisa, "mañana tienes que conducir". Los kilos de ropa arrugada aún superan a la planchada.

Dejo de teclear y me desperezo frente al ordenador, estirando músculos inactivos y tendones entumecidos. Me crujen las vértebras.

El niño duerme, por fin, cuánto le ha costado hoy conciliar un sueño lo suficientemente profundo como para que nos sintamos buenos padres.

Te miro. Miro la habitación. Me miro a mí mismo con los ojos cerrados. Ahora es uno de esos momentos en los que Dios en persona te presta sus gafas para que veas, para que seas consciente de lo que es real, real de veras, al margen de las palabras, al margen de nuestro triste entendimiento que no alcanza a significar la felicidad.

Se te cansan los brazos, se me cansa la vista, la gasolina ha vuelto a subir de precio, parece que el niño vuelve a tener un poco de moquera, todavía hay que decidir dónde van los enchufes en la habitación del niño, mañana pasan el seguro de coche y la cuenta corriente se resiente cada vez mucho antes de fin de mes...

Maldita sea, me lo quedo.

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