martes, 27 de febrero de 2007

Hay que seguir intentándolo...

Al salir, me miras con ojos tristes y redondos y en tu boca se esboza una curva convexa de decepción. Tu cara, toda ella, cae de nuevo en la melancolía y quizá hasta en la desesperación. No te atreves a hablar, temes que si abres la boca sólo te salga de dentro un gemido cansado, una lágrima con forma de sonido.

Sí, te entiendo, habíamos aplicado muchas esperanzas, pensábamos que ésta iba a ser la buena, habíamos puesto -sobre todo tú, es verdad- las ilusiones que habíamos podido malrescatar de todas las anteriores decepciones.

Y me abrazas. Y me dices que estás cansada. Y suspiras. Y no ves salida...

Y yo te abrazo. Y aunque yo también estoy cansado no te lo digo. Y cojo un puñado de aire, lo más grande que puedo, y lo ahondo en mis pulmones para que me oxigene el alma antes de decirte:

"No te preocupes, seguro que acabaremos encontrando un mueble de baño que nos guste. Hay que seguir intentándolo..."

domingo, 25 de febrero de 2007

La madurez

En la cola de la caja de supermercado, mi mujer y yo poníamos en práctica una cuidadosa técnica, elaborada tras complejos experimentos, con el fin de que el agrupamiento de cada conjunto de alimentos fuese óptimo: los congelados juntos y apelotonados, las verduras frescas nunca con los detergentes, las conservas repartidas en el fondo de las bolsas, los productos de limpieza en bolsa aparte... Todo ello mientras una larga cola de personas, que ha asumido el consumismo del fin de semana con una naturalidad indiferente, se impacienta como la lengua de un glaciar con una prisa antinatural.

Porque a pesar de la lentitud de la cola, lo normal, lo que exige el estándar “persona que está de compras”, es sentirse apremiado. Item más si vamos con el niño: hay que darse por contento si hemos conseguido que juegue con una galleta mientras lo sujetamos colgado de un brazo; y ni hablar de ponerlo en el asiento abatible del carrito so amenaza de voces, ayes y lo mejor de su repertorio en materia de moqueo. La presión de las miradas de la gente ya es de por sí lo bastante intensa como para que encima les des motivos para que te restrieguen lo mal padre que eres, mira qué alto llora tu hijo, Herodes cabrón.

Así que trata de encontrar tu yo interior, refúgiate en él, no sientas, busca el tao o el nirvana o la mierda que se llame eso y abre bolsas indiscriminadamente. Y al final no tienes casi ni tiempo de asombrarte por los ochenta euros que la cajera, indolente, goma de mascar en la boca, apática ante la trascendencia de su gesto sobre el datáfono, ha rascado de tu tarjeta de débito. Pero notas cómo una curiosa sensación de dominio de tu vida se escurre por tu piel.

O al menos así era hasta hoy, en que me encontré a Fernando en la cola del supermercado, peleando sin tregua contra una bolsa de naranjas de cinco kilos y la billetera. Parecía haber envejecido diez años en el par de ellos que llevábamos sin vernos.

No me reconoció, ¿había sucedido lo mismo conmigo?

No me reconocí, ¿mi mayor logro en la vida era una elaborada técnica de control de crisis en la cola del supermercado?

Al sentarme ahora al ordenador y al tratar de ordenarme, lo que me parece de todo punto incuestionable es que la madurez es un lugar del que nadie cuenta sino sandeces y al que siempre se está yendo por primera vez. Y uno nunca tiene claro si ha llegado, salvo cuando la estación ya ha quedado atrás y se dirige a otra etapa a la que no sabe si quiere o si debe ir.

¿La tan cacareada madurez era esto? Me voy a jugar con mi hijo.