martes, 8 de marzo de 2016

A mis cuarenta y pocos (II)

Varias cosas, desde ese día tan sorprendente para La Reina De La Casa, me fueron dejando algo pesado en el ánimo. No fueron cosas especialmente llamativas. Fueron cosas que, por suerte o por desgracia, pasan a diario. Normalmente pasan de largo, otras tienen alguna incidencia, como piedras en el camino…
La muerte de Umberto Eco y de la autora de Matar a un ruiseñor fue una de ellas. A mí, en lo personal, me importaba más la muerte de Harper Lee ya que Matar a un Ruiseñor fue una de esas novelas que alegraron alguno de los veranos de mi adolescencia. Umberto, más académico, me parece importante, pero en lo afectivo significa menos para mí. Y se estaba hablando mucho del académico y casi nada de la escritora.
Curiosamente, de entre todas las citas de Eco que inundaron internet, tropecé con una que me pareció irónica. Hablaba de los héroes, de que no existían, que en realidad no eran más que personas ordinarias –cobardes, por añadidura– que deseaban llevar una vida ordinaria y no tuvieron más remedio que hacerse notables por las circunstancias: “El verdadero héroe es héroe por error. Sueña con ser un cobarde honesto como todo el mundo”.
Harper Lee también definió a los héroes, pero no fue tan concisa en su definición. Ella prefirió dejar claro que los héroes sólo son personas ordinarias que ante circunstancias extraordinarias no se dejaron arrastrar. Y para dejarlo claro, un aforismo le pareció escaso. Escribió la novela de Atticus Finch.
El héroe de la lingüística y la semántica, el héroe que negó la realidad de las cosas en favor de las palabras, Umberto Eco, eclipsaba a una persona ordinaria que nunca aspiró a ninguna heroicidad y encima sentencia de que los héroes en realidad no son tales. De la ironía nos queda el nombre y este pedazo de realidad...

Dicho lo cual, queda patente que de por sí estos eventos no deberían haberme dejado impresión alguna, más allá de la mera reflexión. En esta diatriba nacida del fallecimiento de dos escritores no debería quedar en mí más mella que la curiosidad de las circunstancias. Pero en el fondo sentí mi propia muerte el día que dejé abrumada con mi edad a La Reina De La Casa. Yo pensaba que era su héroe: siempre me pide ayuda, respuestas, juegos, cosquillas… Siempre espera algo de mí, como de un héroe, ordinario, no sé si lejanamente parecido a Finch y su hija Scout. Y ese día… ese día no le ofrecí lo que pedía. Morí un poco, no pude remediar pensarlo. Se le cortó la alegría por completo. Se sintió obligada a cambiar de tema. Olvidó la canción que había aprendido. Y detrás de ese corte no había ninguna lección, ningún gesto a lo Finch, nada glorioso que recordar salvo que son cuarenta y dos. ¿Y cómo habré llegado yo hasta aquí, maldito cobarde?
Harper Lee parecía haber hecho una pregunta al mundo entero al fallecer. “¿Me recordáis?”. Algo así. Y de pronto un gigante apareció de entre las noticias de actualidad, afirmó categórica y ampulosamente que los héroes son todos unos cobardes –“Atticus Finch también”– y obligó a la frágil escritora a caer en el olvido, de nuevo, deteniendo el alegre baile de una melena rizada llena de una energía aparentemente incontenible.

Absurdo, ¿verdad?
*

Y la muerte de Eco y Lee sólo fue el principio. Las piedras del camino no se habían acabado.

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